jueves, 26 de marzo de 2015

La enemiga fugaz



Estaba sentado en un café vienés, en una mesa pequeña al lado de otras mesas pequeñas, sentado en un sofá interminable que salía de la pared. En su mesa, de mármol blanco y sucio, resaltaba una bandeja plateada con una tacita de café, que hacía una hora que no contenía café, y un vaso de agua que él mismo iba rellenando en el lavabo. Lo hacía con naturalidad, sin ningún disimulo, como si estuviese en el salón de su casa. En uno de sus viajes al lavabo, su vecino de mesa aprovechó para sacar más información del individuo. Además de la bandeja y un cenicero con unas cuantas colillas, vio una serie de papeles (billetes de autobús,  recibos del supermercado, sobres vacíos) con dibujos, símbolos y palabras ordenadas en forma de verso, un libro con el título en español y una lista de adjetivos en alemán. 

El vecino se había convertido en observador, en curioso, debido a que esperaba a alguien. A alguien que se retrasaba, pero no lo demasiado como para llamarle y preguntarle donde estaba. Así, que sin ningún entretenimiento a mano, se dedicaba a observar al personaje que se sentaba en la mesa de al lado. 

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Debo detenerme un momento y hacer una confesión. Nada terrible, no se preocupen. Esta historia es fruto de una entrevista que vi hace poco. Se entrevistaba a César Aira y este decía que intentaba huir de la primera persona. Yo lo dos libros que me he leído de él eran en primera persona, así que se me subió una ceja irónica imaginaria, ya que soy incapaz de controlar el movimiento de mis cejas. Pero el autor argentino tiene más de sesenta títulos publicados, así que la huida es posible, porque yo no he leído ni un diez por ciento de su obra, y puede que justo la obra que yo he leído sea aquella en la que le era imposible renunciar a la primera persona. Puede, que sin quererlo, por casualidad, me haya topado con el callejón sin salida de la voz de un escritor. 

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Este observar se convirtió en algo diferente cuando le llegó un mensaje al móvil. Era del amigo al que esperaba. Le informaba que lo sentía mucho pero se tenía que quedar más de lo esperado en el trabajo. Esas palabras, apareciendo en la pantalla mortecina de un modelo viejo, hicieron que decidiese dejar de mirar a la persona a su lado, disponiéndose entonces a interactuar con ella. No era algo habitual, normalmente nunca iba a los cafés solo, casi siempre que se encontraba solo en un café era debido a la espera pero ahora unos impulsos eléctricos le permitían cambiar sus pautas habituales y lanzarse a conocer a desconocidos. No a todos los desconocidos, en su interior había decidido que ese personaje a su lado era el adecuado para explicarle una historia que debía explicar. Tenía la sensación de que el hombre, joven y un tanto ido, era la persona adecuada para contarle su historia. Puede que la anotase en sus papelitos. Puede que hiciese un poema con ella. Puede que tan solo se la guardase para él, como un buen secreto, un secreto que uno puede paladear de vez en cuando. O puede que la explicase a algún amigo, en una fiesta, borracho, divertido, cambiando partes de esta, atribuyéndosela a su experiencia personal. Eso no le importaba, quería explicarle la historia.

Le pidió fuego. Una buena manera de empezar una conversación. Le preguntó de dónde era. Su respuesta concordaba con la lengua del libro que leía. Le preguntó a qué se dedicaba en Viena. No esperaba que el personaje fuese un trabajador de una fábrica de cajas de cartón. Se lo imaginaba estudiante, o músico, o poeta, o algún otro trabajo menos el de controlador de la calidad de las cajas de cartón hechas por un robot. Le preguntó qué escribía. La respuesta fue que él también era protoescritor, un zigoto incompleto, un preparto; que no se atrevía a llamarse escritor porque entonces sería uno de esos sietemesinos que creen que puede huir de la incubadora y lo único que hacen es estar en ella, totalmente alejados de la realidad, dejando de aprender. “¿Cómo protoescritor estarías interesado en un historia? Hace unos meses que la llevo dentro de mí, pero no soy capaz de escribirla o de exponerla a mis amigos. Tengo miedo a desvelar demasiado pero, sinceramente, como tú eres un desconocido me siento capaz de explicártela”.

*

La historia se llama “La enemiga fugaz”. Aquí solo la resumo. El chico que me habló en el café tenía 28 años, era un diseñador gráfico, trabajaba para una gran empresa, era alto y un poco relleno, rubio con el pelo cortado en una buena peluquería, vestía camiseta blanca con un logo que yo desconocía y jeans. Empieza con una mujer a la que contrata la empresa como relaciones públicas. La mujer es una inepta y no para de preguntar cosas muy simples al diseñador. Del estilo de: ¿Cómo se guarda un documento? ¿Debo pedir permiso para hacerme un café? ¿Es verdad que no está de moda la Comic Sans? Eso enerva al diseñador, ya que quiere trabajar y no entiende que una mujer mayor que él, con supuesta experiencia, pueda ser tan inútil. Además, lleva un perfume terriblemente fuerte que asfixia al joven y sigue desconcentrándole mientras la mujer no hace preguntas estúpidas. Pasa un mes y el diseñador empieza a fantasear con asesinar a la mujer. A los dos meses, después de leer unas cuantas novelas negras, ver unas cuantas series y películas de detectives, decide que puede hacerlo, que puede acabar con su enemiga. Al tercer mes, después de haber comprado unos pocos materiales para llevar a cabo su plan, su enemiga le informa que ha conseguido un nuevo trabajo mejor pagado, que se va de la empresa. El joven se alegra, le dice que felicidades, que se la echará de menos. Cuando vuelve a casa después del trabajo pone la cinta americana y el embudo que había comprado para parte de su plan sobre la mesa. Se sienta delante de la mesa, y mientras mira esas dos cosas se ríe. Luego de reírse, se levanta, coge ambos objetos y los tira a la basura y sabe que tiene una historia dentro de él pero no sabe cómo contarla. Así pasan unos cuantos meses hasta que me conoce y me la explica. Y yo la vuelvo a explicar.




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