martes, 14 de abril de 2015

Tarzán en el autobús



En el autobús futurista he visto
a una vetusta señora flipando
por el futurismo del hiperauto.

Y así de mal se me da hacer endecasílabos. Pero la señora estaba flipando, mirando a su alrededor con atención, porque nos han cambiado los buses de las línea 13A y ahora son muy nuevos, muy ecológicos, más grandes, más mejores.

Pero esta historia no va de los cambios en el transporte público de la ciudad de Viena. Pero debe empezar en un autobús porque es el transporte público un sitio (móvil y con periodicidad) donde pienso. Pensar en el transporte público tiene algo muy bueno para una persona que si no se ensimisma mucho y da mil rodeos a sus ideas (yo soy esa persona). Ese algo muy bueno es la concreción a la que obliga el hecho de que el trayecto dure un tiempo X entre el punto A y B. Ese límite temporal provoca que mis ideas sean mucho más concretas. No sé cuántas historias se me han ocurrido en un metro, o un autobús, o un tranvía, pero son muchas.

Así que cuando yo iba en el autobús, delante la señora vetusta flipando, y la misma señora, por vetusta, me ha recordado a mi abuela. Y no me he acordado concretamente de mi abuela, sino que dado que el transportarme me lleva a una hiperconcreción en el pensamiento, me he acordado de un libro de Tarzán. Un libro de Tarzán que había pertenecido a mi bisabuela, viejísimo, que estaba en lo alto de la biblioteca del cuarto en que tantas veces dormí. Ese Tarzán no me llamaba primero mucho la atención, ya que era una edición de bolsillo de principio de siglo, y comparado con los libros de Verne en sus bellas ediciones de piel falsa, no tenía tanto atractivo. Pero hubo un momento en que acabé con Verne y Dumas y seguí con las ediciones, ahora de bolsillo y que habían pertenecido a mi madre, de libros como “Un yanqui en la corte del rey Arturo” o “El prisionero de Zenda”. Esos también los acabé y como los libros de texto de Telecos de mi tío no me interesaban, me subí a una silla y cogí el libro de Trazán, que resultó formar parte de una colección de libros de Trazán.  Junto a él estaban el reto, pero yo antes no sabía qué eran ya que los lomos estaban destrozados. Así que bajé de la silla, me senté en el mejor sillón orejero que conozco (un sillón orejero platónico, un sillón orejero que para mí es todos los sillones orejeros del mundo) y abrí el libro.

No logré leer nada.

El libro se pulverizó literalmente entre mis manos. 

Quedó sólo el lomo y la cubierta, maltrecha. El resto de páginas eran trocitos de página, expáginas, notitas sin sentidos. Cogí el libro (lo que quedaba de él) y lo tiré a la basura, lleno de rabia por no haber podido leerlo. Al día siguiente me lo compré en una librería, lo leí y lo dejé junto a los otros, temeroso de tocarlos por si volvía a pasar el horror de la pulverización. Aún está allí, nuevo y con esas cubiertas plastificadas de los libros de bolsillo de ahora, verde porque es de Tarzán (¿?), junto a otros libros sin lomo (¿Sin nombre?), que son viejos, vetustos, como la señora del autobús. Ahora (y esto es debido a que he pensado en ello fuera del autobús, en casa, donde me pierdo, donde divago) me pregunto si los libros de mi bisabuela se quedan maravillados ante el futurismo del libro de Tarzán que yo compré.



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