En
el autobús futurista he visto
a una
vetusta señora flipando
por el
futurismo del hiperauto.
Y así de mal se
me da hacer endecasílabos. Pero la señora estaba flipando, mirando a su alrededor
con atención, porque nos han cambiado los buses de las línea 13A y ahora son
muy nuevos, muy ecológicos, más grandes, más mejores.
Pero esta
historia no va de los cambios en el transporte público de la ciudad de Viena.
Pero debe empezar en un autobús porque es el transporte público un sitio (móvil
y con periodicidad) donde pienso. Pensar en el transporte público tiene algo
muy bueno para una persona que si no se ensimisma mucho y da mil rodeos a sus
ideas (yo soy esa persona). Ese algo muy bueno es la concreción a la que obliga
el hecho de que el trayecto dure un tiempo X entre el punto A y B. Ese límite
temporal provoca que mis ideas sean mucho más concretas. No sé cuántas
historias se me han ocurrido en un metro, o un autobús, o un tranvía, pero son
muchas.
Así que cuando
yo iba en el autobús, delante la señora vetusta flipando, y la misma señora,
por vetusta, me ha recordado a mi abuela. Y no me he acordado concretamente de
mi abuela, sino que dado que el transportarme me lleva a una hiperconcreción en
el pensamiento, me he acordado de un libro de Tarzán. Un libro de Tarzán que
había pertenecido a mi bisabuela, viejísimo, que estaba en lo alto de la
biblioteca del cuarto en que tantas veces dormí. Ese Tarzán no me llamaba
primero mucho la atención, ya que era una edición de bolsillo de principio de
siglo, y comparado con los libros de Verne en sus bellas ediciones de piel
falsa, no tenía tanto atractivo. Pero hubo un momento en que acabé con Verne y
Dumas y seguí con las ediciones, ahora de bolsillo y que habían pertenecido a
mi madre, de libros como “Un yanqui en la corte del rey Arturo” o “El
prisionero de Zenda”. Esos también los acabé y como los libros de texto de
Telecos de mi tío no me interesaban, me subí a una silla y cogí el libro de
Trazán, que resultó formar parte de una colección de libros de Trazán. Junto a él estaban el reto, pero yo antes no
sabía qué eran ya que los lomos estaban destrozados. Así que bajé de la silla,
me senté en el mejor sillón orejero que conozco (un sillón orejero platónico,
un sillón orejero que para mí es todos los sillones orejeros del mundo) y abrí
el libro.
No logré leer
nada.
El libro se
pulverizó literalmente entre mis manos.
Quedó sólo el
lomo y la cubierta, maltrecha. El resto de páginas eran trocitos de página, expáginas,
notitas sin sentidos. Cogí el libro (lo que quedaba de él) y lo tiré a la
basura, lleno de rabia por no haber podido leerlo. Al día siguiente me lo
compré en una librería, lo leí y lo dejé junto a los otros, temeroso de
tocarlos por si volvía a pasar el horror de la pulverización. Aún está allí,
nuevo y con esas cubiertas plastificadas de los libros de bolsillo de ahora, verde
porque es de Tarzán (¿?), junto a otros libros sin lomo (¿Sin nombre?), que son
viejos, vetustos, como la señora del autobús. Ahora (y esto es debido a que he
pensado en ello fuera del autobús, en casa, donde me pierdo, donde divago) me
pregunto si los libros de mi bisabuela se quedan maravillados ante el futurismo
del libro de Tarzán que yo compré.
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