domingo, 29 de marzo de 2015

La Hacker Analógica



Mi nombre no es Ismael. Siempre quise empezar una historia así. ¿Cuánta gente lo habrá hecho antes que yo? No lo sé, ni quiero saberlo.

Mi nombre es Franz Schuft. Tengo 43 años y vivo en un barrio residencial a las afueras de Frankfurt. Trabajo como ingeniero en una pequeña empresa de filtros anticontaminación para la industria química. No tengo hijos pero llevo quince años casado. Mi mujer, Drei Rabauke-Schuft, trabaja de profesora de inglés en un instituto. Mi vida podría parecer bastante normal, casi anodina, sino fuese porque mi mujer no es tan solo una profesora de inglés casada con un ingeniero viviendo en un barrio residencial a las afueras de Frankfurt. No, mi mujer es más que eso. Mi mujer es una hacker analógica.

Todo el que viva junto a una hacker analógica sabe que la aventura, el desconcierto, la sorpresa, el fastidio, la ira, la risa, y muchas otras reacciones a un hackeo son posibles. Para sobrevivir y continuar una relación con alguien así se necesita tan solo una cosa. Paciencia. Y yo tengo mucha. Mis padres siempre me dijeron que era un niño tan paciente que muchas veces se preocupaban que no fuese que tuviese algún tipo de autismo. Esperaba en silencio ser amamantado, esperaba tranquilo que llegase Santa Claus, me sentaba calmado a que llegase el plato a la mesa en un restaurante, leía los cómics sin saltarme ningún bocadillo para saber cómo acababa la historia… Una vez, ya de adolescente, esperé dos días enteros a las puertas de un estadio de fútbol para ser de los primeros en un concierto de U2. Así, que cuando empecé con Drei, sus hackeos podían molestarme a veces, pero el amor que siento por ella y la paciencia han permitido que siga con ella.

Mi día empieza con un despertar automático. No puedo confiar mi amanecer a un despertador,  ya que fácilmente Drei se encargaría de que sonase a las 4 de la mañana o a las 8, haciéndome llegar tarde al trabajo o quitándome unas horas de sueño que necesito. Cuando me hago el desayuno debo comprobar que el azúcar no haya sido cambiado por sal; que el café no sea tierra molida finamente; que los huevos no hayan sido vaciados y posteriormente rellenados con agua y harina (eso hace que no pueda tomar huevos pasados por agua en casa, solamente fritos) y; comprobar la noche anterior que sí, que he comprado pan para tostadas, porque este lo suele esconder ella provocando una yincana matinal, en la que yo busco por toda la casa el pan mientras ella se ríe alegremente tomándose su café. A la hora de ir al trabajo ahora solo uso transporte público o voy en el coche de algún compañero, ya que era normal que me encontrase de un día para el otro el tanque vacío o lleno de agua. Mientras trabajo, no son anormales las llamadas desde números extraños, de mujeres con acentos diferentes y una misma voz que me ofrecen productos tales como alargadores del dedo índice o depresores del apetito sexual (porque según sus estudios aún soy todo un animal y mira que ya empiezo a tener una edad); o me informan que he ganado viajes a islas que solo existen en “Los Viajes de Gulliver” o que tengo la oportunidad de entrar a trabajar en el proyecto de la Estrella de la Muerte que ha empezado el Imperio Galáctico. 

Cuando vuelvo a casa, puedo esperarme todo. Si Drei ha vuelto antes que yo, puede haber organizado una boda de unos desconocidos en nuestro jardín y debo aceptar sorprendido los enfáticos agradecimientos de los novios. O puede que me encuentre un chimpancé vestido con mi ropa y ella se haga la sorprendida, dudando entre cuál de los dos es su verdadero marido. Una vez hasta contrató a toda una troupe de actores que se hicieron pasar por los dueños de la casa y hasta por la policía que vino cuando insistí en que parasen. Me mostraban todas sus fotos, que adornaban la casa, para convencerme de que estaba equivocado y que realmente esa era su casa. Por suerte, esto no pasa siempre ya que Drei no tiene fondos ilimitados y tampoco dispone del tiempo suficiente para urdir tales planes. Aunque cuando reina la calma y la normalidad, no puedo dejar de estar alerta por si hay un hackeo analógico esperándome en los siguientes minutos.

Este estado de alerta constante una vez me llevó a un ataque de nervios. Drei estaba verdaderamente preocupada ya que me preguntaron si había estado en algún conflicto bélico, ya que tenía síntomas de sufrir Síndrome de Estrés Postraumático. Después de ir a un psicólogo experto en relaciones de pareja conseguimos llegar a un acuerdo para que yo no me volviese del todo loco. Ahora, desde hace cinco años, vamos cada verano a un hotel en Mallorca con todo de actividades programadas, comidas y cenas siempre a la misma hora, hasta ya conocemos a otros veraneantes y esta normalidad hace que mis sentidos puedan relajarse durante dos semanas. Aunque para Drei es un suplicio no poder estar preparando o haciendo hackeos analógicos, la posibilidad de que el hombre con más paciencia del mundo acabe volviéndose loco hace que se comporte como si toda la rutina le gustase. O puede que haya algo más en mí que le guste, que simplemente no quiera que yo, Franz Schuft, acabe en un psiquiátrico. 

sábado, 28 de marzo de 2015

ohne titel

Es sábado, algo ligero. Una frase, que dijo mi amiga M.L., hará unas semanas. ¡Feliz sábado!


viernes, 27 de marzo de 2015

Mi amigo Ernst



Hoy mi plan era escribir endecasílabos. Primero, porque me he leído el libro de Alejandro Zambra “Formas de volver a casa”, que me ha gustado y en el salen endecasílabos. Segundo, aunque es el primer motivo, por solidaridad con Ernst Stielchen. 

Ernst Stielchen es un amigo mío que conocí a través de Anàs Sol y de Bertse Mestre. Nuestra pasión por la lectura y la escritura nos ha llevado a hablar bastante a menudo mediante tecnologías telemáticas varias. De Ernst puedo decir unas cuantas cosas, y como no me ha salido ningún endecasílabo potable, voy a dedicar mi rato de escritura de hoy a él. 

Lo primero que puedo decir de Ernst es que un día hicimos una fiesta de San Juan en nuestra casa de Barcelona y él trajo una coca de pastelería. No cualquier coca, una riquísima coca de pastelería buena. Mi primera imagen de Ernst, que es alto y delgado y con unos hombros extrañamente anchos para lo alto y delgado que es, la sitúo en el dintel de la puerta, con la coca como ofrenda por haberle invitado a nuestra fiesta. Fue una buena fiesta y fue la primera vez que conocí de verdad a Ernst Stielchen.

Sobre él también puedo decir es que es un protoescritor. Y por ello hemos formado una asociación informal de dos miembros. Una asociación de recomendaciones, lecturas de los textos del otro, y críticas demoledoras de los mismos. Por desgracia, con la distancia no nos podemos emborrachar juntos, pero igualmente no nos podríamos emborrachar porque Ernst es un abstemio obligado.

Esta abstemia es fruto de un ataque de locura que tuvo en las antípodas. Y es con esta frase que Ernst se empieza a difuminar, pasa de persona a personaje de este cuento. El hecho que tuviese el bajón psíquico en una enorme isla en el pacífico lo hace un poco Sandokán o un poco James Cook. Parece que en su cabeza se fraguó un motín como el de la Bounty. Si el capitán Blight pudo llegar a Timor, Ernst llegó a la literatura. Ahora es un devora libros, un protoescritor en eclosión, sin ninguna ínfula sietemesina, con una actitud resignada y aliviada por ir saliendo del lugar oscuro, por ir ajusticiando a sus marinos amotinados, por haber dado un golpe tremendo de timón y poder verlo todo con más luz.

¿Cuál es el cuento de Ernst? No lo sé muy bien, le estoy aún dando vueltas. Pero lo que tengo claro es que esto no lo es. Así, sin más, aborto este cuento, lo convierto en líneas juntas que más o menos tienen una lógica, una estructura, pero este no es el cuento de Ernst. Alguien podría decir que tan solo él puede escribir su cuento, pero yo me opongo a ello. Cuando uno vive algo de carácter tan épico como volverse loco en las antípodas no puede explicar él mismo la historia. Sería como si la Eneida la hubiese escrito Eneas y no Virgilio. Yo creo que el cuento de Ernst pertenece a otro porque uno se puede convertir en personaje de su propio cuento pero, un personaje no puede escribir su propia historia. 


jueves, 26 de marzo de 2015

La enemiga fugaz



Estaba sentado en un café vienés, en una mesa pequeña al lado de otras mesas pequeñas, sentado en un sofá interminable que salía de la pared. En su mesa, de mármol blanco y sucio, resaltaba una bandeja plateada con una tacita de café, que hacía una hora que no contenía café, y un vaso de agua que él mismo iba rellenando en el lavabo. Lo hacía con naturalidad, sin ningún disimulo, como si estuviese en el salón de su casa. En uno de sus viajes al lavabo, su vecino de mesa aprovechó para sacar más información del individuo. Además de la bandeja y un cenicero con unas cuantas colillas, vio una serie de papeles (billetes de autobús,  recibos del supermercado, sobres vacíos) con dibujos, símbolos y palabras ordenadas en forma de verso, un libro con el título en español y una lista de adjetivos en alemán. 

El vecino se había convertido en observador, en curioso, debido a que esperaba a alguien. A alguien que se retrasaba, pero no lo demasiado como para llamarle y preguntarle donde estaba. Así, que sin ningún entretenimiento a mano, se dedicaba a observar al personaje que se sentaba en la mesa de al lado. 

*

Debo detenerme un momento y hacer una confesión. Nada terrible, no se preocupen. Esta historia es fruto de una entrevista que vi hace poco. Se entrevistaba a César Aira y este decía que intentaba huir de la primera persona. Yo lo dos libros que me he leído de él eran en primera persona, así que se me subió una ceja irónica imaginaria, ya que soy incapaz de controlar el movimiento de mis cejas. Pero el autor argentino tiene más de sesenta títulos publicados, así que la huida es posible, porque yo no he leído ni un diez por ciento de su obra, y puede que justo la obra que yo he leído sea aquella en la que le era imposible renunciar a la primera persona. Puede, que sin quererlo, por casualidad, me haya topado con el callejón sin salida de la voz de un escritor. 

*

Este observar se convirtió en algo diferente cuando le llegó un mensaje al móvil. Era del amigo al que esperaba. Le informaba que lo sentía mucho pero se tenía que quedar más de lo esperado en el trabajo. Esas palabras, apareciendo en la pantalla mortecina de un modelo viejo, hicieron que decidiese dejar de mirar a la persona a su lado, disponiéndose entonces a interactuar con ella. No era algo habitual, normalmente nunca iba a los cafés solo, casi siempre que se encontraba solo en un café era debido a la espera pero ahora unos impulsos eléctricos le permitían cambiar sus pautas habituales y lanzarse a conocer a desconocidos. No a todos los desconocidos, en su interior había decidido que ese personaje a su lado era el adecuado para explicarle una historia que debía explicar. Tenía la sensación de que el hombre, joven y un tanto ido, era la persona adecuada para contarle su historia. Puede que la anotase en sus papelitos. Puede que hiciese un poema con ella. Puede que tan solo se la guardase para él, como un buen secreto, un secreto que uno puede paladear de vez en cuando. O puede que la explicase a algún amigo, en una fiesta, borracho, divertido, cambiando partes de esta, atribuyéndosela a su experiencia personal. Eso no le importaba, quería explicarle la historia.

Le pidió fuego. Una buena manera de empezar una conversación. Le preguntó de dónde era. Su respuesta concordaba con la lengua del libro que leía. Le preguntó a qué se dedicaba en Viena. No esperaba que el personaje fuese un trabajador de una fábrica de cajas de cartón. Se lo imaginaba estudiante, o músico, o poeta, o algún otro trabajo menos el de controlador de la calidad de las cajas de cartón hechas por un robot. Le preguntó qué escribía. La respuesta fue que él también era protoescritor, un zigoto incompleto, un preparto; que no se atrevía a llamarse escritor porque entonces sería uno de esos sietemesinos que creen que puede huir de la incubadora y lo único que hacen es estar en ella, totalmente alejados de la realidad, dejando de aprender. “¿Cómo protoescritor estarías interesado en un historia? Hace unos meses que la llevo dentro de mí, pero no soy capaz de escribirla o de exponerla a mis amigos. Tengo miedo a desvelar demasiado pero, sinceramente, como tú eres un desconocido me siento capaz de explicártela”.

*

La historia se llama “La enemiga fugaz”. Aquí solo la resumo. El chico que me habló en el café tenía 28 años, era un diseñador gráfico, trabajaba para una gran empresa, era alto y un poco relleno, rubio con el pelo cortado en una buena peluquería, vestía camiseta blanca con un logo que yo desconocía y jeans. Empieza con una mujer a la que contrata la empresa como relaciones públicas. La mujer es una inepta y no para de preguntar cosas muy simples al diseñador. Del estilo de: ¿Cómo se guarda un documento? ¿Debo pedir permiso para hacerme un café? ¿Es verdad que no está de moda la Comic Sans? Eso enerva al diseñador, ya que quiere trabajar y no entiende que una mujer mayor que él, con supuesta experiencia, pueda ser tan inútil. Además, lleva un perfume terriblemente fuerte que asfixia al joven y sigue desconcentrándole mientras la mujer no hace preguntas estúpidas. Pasa un mes y el diseñador empieza a fantasear con asesinar a la mujer. A los dos meses, después de leer unas cuantas novelas negras, ver unas cuantas series y películas de detectives, decide que puede hacerlo, que puede acabar con su enemiga. Al tercer mes, después de haber comprado unos pocos materiales para llevar a cabo su plan, su enemiga le informa que ha conseguido un nuevo trabajo mejor pagado, que se va de la empresa. El joven se alegra, le dice que felicidades, que se la echará de menos. Cuando vuelve a casa después del trabajo pone la cinta americana y el embudo que había comprado para parte de su plan sobre la mesa. Se sienta delante de la mesa, y mientras mira esas dos cosas se ríe. Luego de reírse, se levanta, coge ambos objetos y los tira a la basura y sabe que tiene una historia dentro de él pero no sabe cómo contarla. Así pasan unos cuantos meses hasta que me conoce y me la explica. Y yo la vuelvo a explicar.




martes, 24 de marzo de 2015

Primer día en la fábrica de cajas de cartón



Una de las cosas de provecho que aprendí mientras estudiaba sociología fue como las identidades se superponen. Esa idea de la máscara, la multiplicidad del ser, me alivió mucho, ya que me explicó bastante bien quién era yo. O en otras palabras, porque no había un yo. Así, agradezco haber estudiado sociología y no psicología, ya que seguramente ahora mismo me habría internado en un hospital mental con un caso agudo de esquizofrenia.

A día de hoy, la identidad con la que me siento más a gusto es la de trabajador de una fábrica de cajas de cartón. “Ich bien ein Kartonschachtelfabrikarbeiter”- digo a la gente cuando me preguntan a qué me dedico. El hecho de que la mayoría de gente que conozco sean bohemios o trabajadores liberales hace que a veces mi respuesta venga acompañada de una mueca, rápidamente abortada porque todo este tipo de gente suelen ser muy progresistas. Pero siempre veo la mueca porque también soy un ayudante de detective frustrado. Y también un ex hombre lobo. Y un observador de gente. Estas tres otras identidades me permiten ver esa mueca, ese desdén clasista disimulado. Si tan solo fuese un trabajador de una fábrica de cajas de cartón no sé si vería tal mueca.

Llevo solo un mes siendo Kartonschachtelfabrikarbeiter. Conseguí el trabajo por un compañero moldavo de uno de los muchos cursos de alemán que voy haciendo. Fui a la entrevista, y el jefe era un señor gordo austriaco, con un poco de pelo rubio ceniciento  y mostacho color nicotina. Después de explicarme que tenía que hacer, comprobar que yo era ciudadano de la UE y ver que yo entendía lo que él me decía, me dio el trabajo. Ni currículums ni cartas de motivación. Eso es solo para la pequeña burguesía. Yo había entrado al maravilloso mundo del proletariado austriaco.

Empecé a trabajar una semana después de mi entrevista. Aquí está el quid de la historia. Aquí empieza la historia. Lo que viene antes está para que el lector se sitúe. ¿Situados? ¿Listos? ¡Ya!

Como una de mis otras identidades es la de persona hiperpuntual, llegué al trabajo media hora antes un lunes después de la entrevista. En las fábricas se trabaja por turnos, por lo que tuve que esperar unos veinte minutos a que viniese alguien a decirme dónde debía ir. Así que esperé leyendo un libro de Zweig sobre Fouché. Cuando llegó mi superior y vio el libro que yo leía, me dijo que era un gran fan de Fouché. Yo, que aún no era verdaderamente un Kartonschachtelfabrikarbeiter, es decir, mi identidad de trabajador de fábrica de cajas de cartón no estaba aún formada,  le dije a mi supervisor que el autor era Zweig, que Fouché era un personaje histórico sobre el cuál el autor escribía. Mi supervisor me dijo que lo sabía, que él era fan de Fouché, que él compartía con el francés su amoralidad. Me quedé pasmado. Luego, mientras me enseñaba en qué consistía mi trabajo (en comprobar que los robots hacen bien las cajas, cosa que en el mes que llevo ha pasado el 100% de las veces), me disculpé por mi esnobismo. Él me miró y me dijo que no me preocupase, que ya se iba a encargar él de sacarme todo esnobismo y sentimiento de superioridad que llevase encima. Y sólo diciéndomelo me lo sacó. Así, me convertí en mi primer día en un completo trabajador, un controlador de la calidad de las cajas de cartón hecho y derecho. 

Creo que la explicación de la súbita desaparición de mi sentimiento de superioridad es que mi supervisor es también mago.  Un maestro en el uso de las palabras y los símbolos para lograr cambios en la realidad tangible. Como acepto el hecho de que haya identidades múltiples, no me preocupa lo más mínimo que use su esa identidad mientras es supervisor. Bien me sigo considerando a mí mismo Kartonschachtelfabrikarbeiter cuando me pongo mi máscara de escritorzuelo. 

lunes, 23 de marzo de 2015

Niños de Rusia



Después de una noche de ver como en Andalucía las cosas no cambian mucho, como Francia y su política parecen estar patrocinada cada vez más por una famosa marca de agua con gas catalana y, como se tortura a los estudiantes de primaria catalanes con la adición de una nueva comarca, el despertar no podría vaticinar tal espanto.

He leído en mi periódico de referencia que uno de cada veinte niños rusos adoptados acaban siendo convertidos en siervos de clanes vampíricos. Enseguida he intentado verificar esta información yendo a otros medios, sin encontrar en ellos ningún dato tan escalofriante. Al volver a la página del medio de información de dónde había surgido la noticia, esta había desaparecido. Extrañado, me he puesto en contacto con el defensor del lector del medio preguntando por la noticia. En su breve respuesta me ha informado de qué tal noticia nunca ha sido subida a la web del periódico. En mi breve respuesta a su breve respuesta he pedido que me diese el contacto de A.Z.C., autora de la noticia, ya que quería que me confirmase ella misma que tal noticia no había existido. El defensor del lector me ha informado que acababan de despedir a A.Z.C. y que por ello no podía darme su información de contacto. He desistido de responder y he buscado por Internet una manera de ponerme en contacto con la autora de la noticia. No ha habido manera, se han hecho las 10 de la mañana y he tenido que ir corriendo hacia el metro.

Otra vez he llegado tarde a la fábrica de cajas de cartón y me han echado la bronca. Mientras revisaba que el robot que hace las cajas las hiciese bien (para sentirme más realizado también me imagino encargado de más que de eso, me veo como la primera línea de batalla en el momento en que los robots decidan atacar a la humanidad, no se preocupen, por ahora los robots no atacan y hacen bien las cajas), he mirado el móvil, a punto de volver a insistir al defensor del lector que me diese una forma de contactar con la periodista, pero antes he decidido probar suerte yo solo una vez más. Al abrir el buscador de internet y teclear el nombre de A.Z.C. me ha salido la noticia de que ésta había muerto en un accidente de tráfico, hoy mismo, por la mañana. Me he asustado. Me he persignado. He vuelto a leer la noticia, incrédulo. Ha venido mi supervisor y me ha dicho que o dejo el móvil o me voy a la calle. He dejado el móvil y me he olvidado de todo porque ya tengo suficiente salvaguardando a la humanidad de la venganza robótica. Robots y vampiros son demasiado para una sola persona. Cada héroe con su causa.