domingo, 19 de octubre de 2014

El sexo triste de los intelectuales rotos



El sexo triste de los intelectuales rotos

Cuando los espectadores entren en la sala se encontrarán en sus asientos un condón (abierto, el condón en si mismo, sin ningún tipo de envoltorio) sobre una foto de Friedrich Nietzsche.
Al abrirse el telón, miles de leds rojos parpadean como fondo. Delante de ellos hay una butaca y un barril oxidado de petroleo. Entra en escena ua hombre, vestido de negro, tejanos negros, jersey de cuello de cisne negro y gafas. Va descalzo y lleva con él unos diez libros, que ase en una mano con un cordel. En la otra lleva una botella de plástico. Se acerca al barril, tira allí los libros. Los rocía con el líquido de la botella. Tira la botella a un lado del escenario. Los leds siguen parpadeando mientras la escena ocurre. Se saca un cigarro de una pitillera, lo enciende con una cerilla y tira la cerilla al barril. Éste arde. Se sienta en la butaca, fumando. Los leds dejan de parpadear y un foco ilumina al Intelectual Roto.

-Los libros que acaban de ser quemados son los siguientes: la Odisea de Homero, Así Habló Zaratustra de Nietzsche, el Estado y la Revolución de Lenin, El Quijote de Cervantes, los cuentos de Canterbury de Chaucer, la Crítica de la razón pura de Kant, el Orígen de las Especies de Darwin,  las Flores del Mal de Baudelaire, Garagantúa y Pantagruel de Rabelais y, el Código Da Vinci de Brown. Soy el Intelectual Roto y no he leído ninguno de ellos.
Todo empezó por amor, que es por lo que todo lo que es importante en esta vida empieza. Todo aquello que no ha empezado por amor se pierde en los rincones más oscuros de la memoria colectiva, lo olvidamos. Tan sólo el amor puede resistir el tiempo. Muchas cosas empiezan por amor propio, las pirámides y la lógica son un buen ejemplo, algunas por amor a los otros, como el anarquismo o la poesía. Cuando yo lo empecé debo contestar que fue por amor propio. Más tarde no fue tan sólo por eso, pero eso se dirá más tarde. Era una mañana de otoño, otoño frío y europeo. El otoño con su hojarasca me aburre profundamente, muchas veces hasta me molesta. El ruido de la gente pisando las hojas secas es terrible. Y lo más terrible es llamar seco a algo que está muerto. Pero para eso está la lluvia, para recordarnos que las hojas secas no están secas, sino muertas. Era otoño y yo era joven. Miré a través de la ventana de una habitación con una temperatura ideal. Hacía un calor primaveral dentro de esa habitación, es lo que más recuerdo de la misma. Me puse a escribir y mientras lo hacía tuve una idea y aprovechando que escribía la plasmé en papel. Escribía despacio, intentado hacer que mi caligrafía fuese lo más inteligible posible. Porqué estaba exponiéndome, aunque en ese momento creía que lo que quería era una segunda lectura fácil de lo escrito. Pero me engañaba a mí mismo, porqué eso es lo que haces cuando creas, engañarte a ti mismo. La creación es la primera y la última mentira. Por ello las religiones le dedican tantos pensamientos. El problema radica, para los moralistas que no gustan de mentiras, en que el presupuesto de la no existencia anterior es falso o como poco no demostrable. Entonces acabé de escribir y me hice una paja.
Al día siguiente, releyendo lo escrito he de confesar que me encantó. Me vi a mi mismo publicándolo en alguna de las muchas revistas intelectualoides que poblaban el panorama cultural de mi ciudad. Era joven y poderoso. Como todos los jóvenes. La juventud es un tesoro divino, es dorada y bella. La juventud es la inmortalidad del alma y la plenitud del cuerpo. ¿Qué voy a decirles a ustedes de la juventud? La han experimentado o la están experimentando y si no están de acuerdo con mi idealización son unos seres un tanto patéticos. Pero aún no es momento de meterme con ustedes, eso lo dejo para luego. Ahora es el momento de explicar cómo iba yo, con mí manuscrito bajo el brazo, caminando sobre las hojas muertas, con un abrigo negro y pesado, caliente, porqué era otoño. Entré en un bar dónde se reunían algunos de los mejores editores de revistas de mi ciudad. Se separaban por mesas y de vez en cuando, al escuchar algo a lo que se oponían fervientemente de otra mesa, le lanzaban una aceituna. Por supuesto, el aire estaba lleno de aceitunas voladoras que uno tenía que ir esquivando mientras se acercaba a la mesa en la que quería sentarse. La única regla que había para entrar en una tertulia era estar de acuerdo con tres puntos básicos que estaban escritos en una servilleta. Cuando uno estaba de acuerdo con ellos, se sentaba y discutía sobre otras cosas. Me acerqué a la primera mesa y leí: “1. El hombre es un lobo para el hombre, 2. Dios, Patria y Rey, 3. ¿Socialismo? ¡Siempre!”. Me alejé enseguida de esa mesa y me senté en otra donde los puntos en vez de estar escritos eran caras, una sonriente, otra triste y otra hierática. Presenté mi escrito, los tertulianos se lo fueron pasando, cuchicheando , señalando líneas y volviendo a cuchichear. Luego pararon. Me miró el que debía ser el líder de la tertulia y me dijo (el Intelectual Roto se levanta, mira al público y habla con voz aguda): “Esto lo publicaremos, es bueno y profundo, tiene ritmo, es agradable y chocante a la vez, nos agrada y mucho, pero todo en el mundo tiene un precio. Te veo el alma, le miro a los ojos y le pregunto si quiere romperse, porqué una vez te publiquemos serás un Intelectual Roto”.
Se cierran las cortinas. De los laterales del teatro aparece un coro, vestido con trajes de buceo que cantan “Imagine” de John Lennon. Cuando acaban, se abre el telón. El Intelectual Roto sigue en su sillón. Pero ahora el escenario está poblado por árboles tropicales y los leds centellan como al principio pero ahora en color verde. Se escuchan monos aullar. El Intelectual Roto sigue vestido igual pero lleva un salakof.

1 comentario:

  1. <<...porqué eso es lo que haces cuando creas, engañarte a ti mismo. La creación es la primera y la última mentira.>>

    ¡Esto me ha gustado mucho!

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