lunes, 6 de octubre de 2014

La Mujer Más Menstruada de América

LA MUJER MÁS MENSTRUADA DE AMÉRICA

Todo esto le ocurrió a A.R.B., marxista, ateísticamente católico, poeta publicado, arqueólogo totalista y bon vivant proletario.

Todo esto le ocurrió a él y yo me limito a contarlo. Ergo, todo el crédito es mío. La conoció en una fiesta típica del barrio en que vivíamos en Los Angeles. Una fiesta universitaria americana, que son como las fiestas universitarias españolas pero con ciertas particularidades locales. Por ejemplo, cuando se baila música reguetonera, el hombre no intenta excitar el sexo femenino con su pierna, sino que la mujer intenta (y creo que consigue con más facilidad que en el caso ibérico) hacer lo mismo con el miembro masculino con su culo. Aunque puede parecer que con ello la mujer americana se sitúa en una posición más sumisa que la de su homóloga española, tenemos que tener en cuenta que le da más libertad de movimiento y puede fácilmente desprenderse de una pareja no deseada, mientras que las españolas son víctimas de un ingenioso movimiento masculino que tan sólo busca la facilidad de la conquista poniendo cachonda a la mujer. Análisis socio-sexuales a parte, el tema es muy parecido. Beber para poder follar con más facilidad.

Él la conoce. A ella le gusta su acento extranjero. A él le gusta ella. No puede decir muy bien porqué. Están borrachos, así que los porqués no son importantes, tan sólo los hechos. Y el hecho es que el alcohol empieza a escasear en fiesta. Ella quiere más, lleva veinte minutos hablando con el chico exótico y necesita un empujón etílico para hacer lo que hace diecinueve minutos tiene en mente hacer. Él le dice que tiene una botella de vino en su habitación, que si quiere pueden ir a beberla juntos. Ella está encantada con la situación, ya que cree que el resultado serán intimidad y alcohol. Algo ideal dentro de la mentalidad puritana estadounidense. Lo que no sabe es que el vino en la habitación de él lleva allí cinco meses, sin materializarse nunca.

Porqué hablamos de un vino metafísico, una especie de Santo Grial, que en vez de ser metáfora de la bondad o plenitud de nuestro Señor, es metáfora del mete saca. Yo sé que ese vino no existe porqué me lo confesó mi amigo y también porqué previamente en una noche de desesperación alcohólica me colé en su habitación buscando el mítico elixir y no lo encontré. Me esforcé sobremanera, busqué en la nevera, entre los libros sobre la antigua Mesopotamia y en el armario. Nada. En ese momento debo confesar que me jodió sobremanera el (no)vino. Lo había oído mencionado en tantas noches y a tantas chicas que me parecía imposible que no existiese. Pero sí, ese vino no existe y no existirá.
Llegan a la habitación, él hace como que busca el vino mientras enciende dos velas que robó de una tarta de cumpleaños. Ella espera. Él, de repente, se acuerda y le explica que el vino se lo bebieron unos amigos suyos anoche. Hijo puta, ya que habría gustado tomarme ese vino. Ella lo comprende, se empiezan a besar. Besar a la francesa con toqueteo máximo. Todo es acariciado, agarrado, manoseado, besado... Espalda, culo, brazos, cuello, oreja, tímpano... Nada se salva menos la polla de él. Como si hubiese una especie de campo de fuerza que la impide acercarse a ella, la chica la evita con mucha destreza. Así que él decide tocar mejor, buscando en el sexo de ella algún tipo de botón que desactive la pseudocastidad de la chica.

Con menos complicaciones de las esperadas, puede introducir su mano dentro del pantalón y en poco minutos ya ha superado cualquier capa de tela y se aproxima a lo que él espera sea la palanca detonadora del coito. Se mueve con facilidad en ese terreno, la depilación ha dejado el camino despejado. Luego, sorpresa, indignación, frustración. Él no encuentra un botón sino un cordel. Para, ella le mira. Él la mira. En la cabeza de él: sorpresa por el cordel de un támpax, indignación por el silencio sobre ese tema que ella ha mantenido en las casi dos horas de conversación y flirteo que lleva, frustración por no poderla meter. Eso pasa de su cabeza a su boca. Él se lo dice todo, en orden, dejando claro cada punto de lo que piensa. Ella le mira con un poco de rabia. Se baja los pantalones, se baja la bragas, se saca el támpax y empieza a sangrar, gota a gota, en la moqueta de él. Él no responde, se queda congelado, hipnotizado por el rítmico desangrado. Tres minutos después ella coge su bolso sin moverse, se pone un támpax nuevo, se sube las bragas, abrocha el pantalón, le da una torta y se va a su casa. Él vuelve a la fiesta a ver si hay alguna otra mujer desesperada por un poco de vino.

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